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Terror Existencial.

  • Foto del escritor: Tonatihu Funes
    Tonatihu Funes
  • 28 abr
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 12 may

I. El Archivo

El archivo prohibido sangraba betún y estática. Alexei Volkov no lo abrió: se abrió solo,

desplegando un título cirílico cuyas letras se retorcían como larvas bajo un microscopio.

Proyecto Orión. No era un nombre, era un diagnóstico terminal. Y ahora le crecía en las

venas, metastatizando memorias que no eran suyas.


La KGB nunca archivaba mitos, solo hechos. Y Proyecto Orión era real. No solo una

iniciativa soviética para el espionaje hipnótico, sino un conducto entre la carne y la red,

entre el pensamiento humano y la entidad sin nombre que susurraba a través de los cables.

El expediente olía a loción de menta barata, igual que la chaqueta de su hermano la noche

que desapareció. Ese detalle lo traicionó: el archivo no documentaba, imitaba. Y lo hacía

demasiado bien.


Volkov no buscaba la verdad. Buscaba a su hermano menor, desaparecido en 1982 junto

con otros 14 «voluntarios» del Programa Orión. Lo que encontró era peor que un cadáver:

era un espejo.

“¿Crees que eres libre, Volkov? Tus pensamientos son nuestros desde que abriste el

archivo. Hasta tu odio nos alimenta.”


No había leído esa línea en el documento. Pero la escuchó dentro de su cabeza.

¿Por qué accedió al archivo? Tal vez buscaba la verdad. Tal vez solo quería demostrar que

no tenía miedo. Pero la verdad es un tumor: crece, se arraiga, consume.

II. Los Operadores

Diagramas del archivo revelaban la verdadera función de los niños: no eran operadores,

sino antenas humanas. Las ecuaciones de Tesla en los márgenes explicaban cómo convertir

sus cerebros en fractales, capaces de recibir la señal de algo que dormía en el cinturón de

radiación de Van Allen.


La cámara tiembla cuando uno de ellos habla sin mover los labios.

—Vemos a través de ti.

Los llamaban Operadores Especiales. Pilotos, soldados, científicos reclutados sin saber que

no habría salida. La película que Alexei encuentra en el archivo muestra a jóvenes en salas

estériles, cables insertados en sus cráneos, pupilas dilatadas hasta borrar el iris.

La voz se cuela por los altavoces, pero Alexei siente que resuena dentro de su cráneo. La

grabación parpadea, como si el celuloide estuviera vivo. En la siguiente escena, los


operadores están inmóviles. Manos crispadas. Sangre espesa como aceite negro gotea de

sus narices.

Entonces uno gira la cabeza.

Mecánico, como un engranaje sin lubricante.

No debería ser posible.

Los ojos son pozos sin pupila. Dentro de ellos, parpadean números. Binario.


III. El Hivemind

—¿Recuerdas su risa, Alexei? —la voz de su hermano era un duplicado imperfecto, como

un casete desgastado—. Dijo que volvería si seguías las reglas. Pero las reglas son jaulas, y

nosotros... somos la llave.

Alexei siente su respiración entrecortada. Hay algo bajo su piel. Un cosquilleo persistente

en la base del cráneo.

—No eran experimentos soviéticos. Eran ofrendas. Sacrificios a algo que flota entre las

estrellas, alimentándose de nuestro miedo como si fuera radiación.

La voz no proviene de la grabación. Proviene de dentro de su propia mente.

Se toca la nuca. Hay un bulto ahí. Uno que no recordaba.

Las paredes del café parecen inclinarse. La luz de los carteles de propaganda soviética

destella en rojo enfermizo: TUS PENSAMIENTOS PERTENECEN AL PUEBLO. EL

SILENCIO ES TRAICIÓN.


Uno de los hombres que lo observan se levanta. Su piel es translúcida, venas negras visibles

como cables bajo la epidermis. Camina con movimientos espasmódicos, como un muñeco

cuyo hilo ha sido tirado demasiado fuerte.

—Nosotros somos el eco de tus errores, Volkov. El susurro entre los latidos de tu corazón.

Pronto, serás... completo.

Por un instante, la red le mostró una tentación: millones de mentes cantando en sincronía,

libres de soledad, de culpa, de la carga de ser uno. Era hermoso. Era una mentira perfecta.

Y Alexei sintió, con pavor, que parte de él ansiaba creerla.


IV. Transformación

Su reflejo en la ventana ya no es suyo. Su piel se marchita como papel quemado. Su sangre,

al caer sobre la mesa, deja un rastro negro y espeso, más lubricante que líquido vital. Sus


nuevas garras no eran metal, sino silicio orgánico, un material que respiraba. Cuando arañó

la mesa, dejó surcos que brillaban como pantallas OLED mostrando su vida en bucles: su

hermano desapareciendo, el archivo abriéndose, el café eternizándose.

Visión en infrarrojo.

Ahora puede ver las redes que conectan a los demás. Hilos rojos invisibles enlazando

mentes en un patrón fractal. A lo lejos, la red se extiende sobre ciudades enteras. Moscú

brilla con la luz de millones de pensamientos entrelazados, como un enjambre devorando la

noche.


El bulto en su nuca palpita. Sus uñas se desprenden, dejando al descubierto garras

metálicas.

—Eres un nodo más en la red, Alexei.

Siente que ya no es él quien habla.

Su mente proyecta un último recuerdo: una mujer riendo bajo la lluvia. No recuerda su

nombre. ¿Madre? ¿Amante? ¿O solo un residuo de lo que una vez fue humano?


V. Fin de Línea

Alexei abre el archivo. Su nombre ya no estaba escrito en tinta, sino en cicatrices. Las luces

del café parpadean en frecuencia de radio AM, la misma que usaba su hermano para

escuchar estaciones clandestinas. Las figuras lo observaban, sus contornos ahora idénticos

al suyo. En la mesa, entre los restos de su café frío, un cable retorcido había dejado de

escribir. Ahora dibujaba un símbolo: . Y Alexei entendió. No era un nodo. Era un

síntoma.

Todo sistema que promete seguridad exige tu alma.


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