Aquello que nunca fue
- Santiago Solano Montes de Oca
- 28 abr
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 12 may
Santiago Solano Montes de Oca
¿Qué es o fue el tiempo? ¿Esta realidad es realmente la real? Pensaba mientras esperaba en una banca de un parque, en donde se encontraría con él más tarde. Veía el radiante gris y negro del cielo; recordaba que era azul, notaba a los árboles de sauces y cedros con ramas caninas; los recordaba frondosos del algodón verde, observaba a las flores y al pasto frondoso a sus pies, pero la imagen los atravesaba por momentos, acercaba su rostro para olerla, mas solo percibía una tierra sedienta, mientras que su mano atravesaba la flor; recordaba arrancarlas y exhalar su fresco y fraguo aroma.
La banca en la que se sentaba a esperar realmente era fría, con cicatrices de pintura descarapelada y ronchas de óxido, pero nada atentaban contra la imagen de ella y su piel haciendo contacto. Llevaba una blusa amarilla que dejaba al descubierto sus hombros y sus morenos brazos, unos jeans azulados, junto a unas zapatillas deportivas blancas.

También no recordaba así su cuerpo, pero se sentía satisfecha, incluso curiosa. Se llevaba las manos a su largo pelo castaño que llegaba hasta poco más debajo de sus hombros, se apretó sus hombros y sintió tanto el músculo como el hueso, navegó sus clavículas con la punta de sus dedos hasta llegar a su palpitante cuello. Estaba viva. Bajó su vista y levantó su blusa para ver su pecho abrazado por un conjunto blanco, eran y se veían suaves; estaba satisfecha y contenta.
¿Realmente soy yo ésta que estoy siendo? De nuevo se perdía en sus dilucidaciones, mientras las personas atravesaban ese frondoso jardín de estanques de agua cristalina, donde las libélulas y abejas con su frotar de alas creaban una sinfonía. Pero no lo recordaba así, recordaba que hacía tiempo; eso fue en el año 3000 que hubo una gran guerra y todo se redujo a cenizas, sequías, destrucción, ya no había quien libara el polen, mucho menos quien lo produjera. El agua se redujo a un vapor que se escapaba al cielo para nunca más regresar, mas sus ojos; que no sabía de qué color eran, veían un jardín de un parque tan común y corriente en la majestuosidad de sus delicias entre flora y fauna transeúnte.
Lo vio a lo lejos, a su derecha, cerca de la entrada, así que se levantó de la nívea banca y comenzó a caminar, la grava debajo de sus pies se amoldaba a su peso. Se sentía y se veía joven, su cuerpo y sus caderas se balanceaban, sus brazos penetraban el calor del verano en ese gran cielo azul que de pronto sus ojos observaron, su respiración era pesada, pero le recordaba que funcionaba, que se gustaba, que se veía bien o al menos como ella recordaba.
Se abrazaron y se vieron tendido, frente a frente. Podríamos pensar que eran pareja.
Habiendo entrado al parque en el que habían quedado, lo primero que observó cuando estaban de cara a cara, fueron unas leves motas de polvo blanco que eran mariposas. Se preguntaba si no habrían salido de su estómago, pues una continua punzada sentía cuando la veía, aunque realmente esta fuera la primera vez en tanto tiempo que habían estado conociéndose por esa otra realidad de algoritmos e imágenes retocadas, sin embargo, la realidad no era tan diferente.
Sus ojos castaños eran iguales, su cabello era el mismo mar apacible en el que le gustaría nadar, su pecho resaltaba a la par que sus hombros y sus movimientos le despertaban también la ansia de moverse hacia ella.
Se creó entonces el silencio necesario para que los ojos hablaran. Ella vio todo su cuerpo y él el de ella, reconociéndose; realmente existían se dijeron ambos y aunque a su alrededor el mundo se estuviera arrancando las carótidas nada importaba más que ellos en ese instante, en ese momento, pero realmente la imagen era la de una pareja en un parque a pocos pasos quizás de tirar el telón con un beso.
Te queda muy bien esa blusa amarilla – finalmente dijo él, recordando que su cara se ruborizaría, mas su piel era la de un fantasma.
Ella bajó su mirada, recordando que una se ruboriza cuando esa persona le dice tal, mas su piel era la de un fantasma.
Subió la mirada y simplemente le sonrió y él entendió.
Le ofreció su brazo y comenzaron a caminar a donde cualquier pareja iría a andar un domingo de verano del año 3010, un verano aún más caluroso de lo climáticamente normal.
Saliendo del parque atravesaron la calle que los llevaba a un café cerca de los pseudocentros de donde vivían. Las calles ya no tenían nombre ni número, las casas; las que quedaban, estaban atiborradas de recuerdos y huesos de pretéritas personas, pero esa era la norma y la ley. Todos a su alrededor de igual forma caminaban solos o acompañados, sin importar si se perdían entre esas vértebras cargadas de recuerdos olvidados, por lo tanto, al final sin ningún peso realmente.
Giraron a la izquierda, luego a la derecha, vieron puertas caídas, aplastaron y resquebrajaron más vidrios debajo de sus pies, observaron autos mutilados, cocinas bombardeadas y bibliotecas con manchas de tinta roja, patios de seres abandonados y sobre todo una inmensa soledad que los obligaba y trastornaba a querer sentirse aún más cerca.
Tanto era su ensimismamiento que lo único que veían y escuchaban eran sus pasos en el asfalto, de vez en cuando una mujer cantando o los niños jugando con un perro que ladraba con vigor y alegría, observaban a su paso a sus congéneres transeúntes ansiosos de llegar a casa o entrando a un restaurant a comer, algunos les dirigían saludos y otros miradas furtivas.
Entre risas y palabras entraron a una cafetería inundada de música y olor a café recién tostado. Se dirigieron a la barra y tomaron asiento uno a lado del otro, a sus espaldas una gran ventana que daba hacia la calle y otras mesas, mientras que hacía enfrente un señor les preguntaba qué deseaban tomar.
La música era amena y recordaban que era algo llamado jazz, pero nunca lo dijeron porque todo se comunicaban al verse, así como también el barista entendió de tazas de cafés. Ya todos estaban en su faena y se ahogaban aún más en el calor del verano, del café, del lector en una esquina, de los amigos en otra mesa, de los amantes en otra más alejada.
Giraron sobre sus asientos para observar a través de la ventana y efectivamente, la mirada a través de ese gran vidrio mostraba por momentos otra realidad, pero ella cansada de pensar en ello, dejó caer su cabeza en el hombro de él y él llevó su mano a su hombro.
Vieron más allá de todo, lo intuían, pero no querían aceptarlo. Nunca antes se habían sentido tan jóvenes y contradictorios, sus ojos nunca antes habían brillado tan artificialmente como ahora, mucho menos el sol y su gran vestido azulino, nunca antes la gente a su alrededor era tan natural como había sido antes.
Cerraron los ojos por un momento y a su oídos se percibían los sonidos de una radio que ya no funciona, sino que a intermitencias repetía el eterno mensaje: ¡huyan huyan, hoy es el fin del mundo, nos hemos condenado! Abrían los ojos y el olor era de sangre fresca de los padres y los abuelos, de la amistad y del amor corroídos hacía ya bastante tiempo de todos aquellos que no lograron huir.
Sintieron miedo y con ello aumentó el latir de su corazón, mas los distrajo que de pronto el barista les mandara a llamar.
De nuevo viraron y observaron el café recién hecho, su vaho danzando y llegando a sus narinas, mas no olían nada y eso lo odiaban, aunque de nada hubiera servido, porque tampoco podían saborearlo, pero viéndose una vez más a los ojos comprendieron el sabor, el aroma y el sentimiento que despedía esa taza resquebrajada.
La noche llegó y caminando por el recuerdo llegaron al cuarto de él.
El calor del verano se introducía delincuentemente por las ventanas resquebrajadas con adoquines bombardeados, la luz de la luna les alumbraba los cuerpos vestidos de su desnudez y el arrebol pintaba sus rostros; aquellos los de verdad.
Una vez más uno enfrente del otro se susurraban secretos entre sus miradas; no había que hablar, así que nunca se abrieron sus tenues labios, sino solamente sus manos que recorrieron inútilmente cada centímetro de su piel.
Las yemas de sus dedos descubrían a cada toque una nueva morfología que acrecentaba su deseo. Los de ella recorrían las montañas de su espalda imaginándose, atravesando un bosque ingente. Los de él las flores en botones de su pecho. Una eterna expedición inútil que conquistaba a cada toque el desasosiego a la par que el goce del recuerdo de lo que alguna vez fue y mirándose, sin dejar de mirarse, todo decían y todo se hacían sentir.
Nunca se habían sentido tan contradictorios, estaban en la vida y morían en la misma, bebían café en verano, las flores florecían y los niños jugaban, lo padres regresaban a casa y las madres contaban cuentos para dormir. Todo era una mentira y la historia se la contaban a través de las caricias que recorrían sus falsos cuerpos…
Había ocurrido una guerra hace tiempo atrás y ahora en este instante en sus cuerpos. Algunos lograron escapar hacia otros planetas, pero los abandonados en la tierra sobrevivieron como mejor pudieron; encerrados en las profundidades de su tierra; de donde él y ella querían arrancarse, desde la profundidad de su nueva carne para encontrarse de verdad.
Era imposible salir por la cantidad enorme de radiación y mucho menos por el miedo, el cual brotaba en cada nueva muestra de caricia acelerando el corazón. La solución fue inventar las realidades de cuerpos y ambientes artificiales de la superficie, controladas desde el núcleo de su desesperación; ahí donde realmente querían penetrar y abrirse sin miedo.
Sin realmente haber sentido algo y habiendo pasado todo, ella reposando su pecho sobre el de él. Él le acariciaba lentamente la espalda y jugaba con las lianas de su cabello, mientras que ella dibujaba círculos en su pecho. El calor seguía siendo el de afuera: el de la radiación, el de la destrucción que promete quizás vida a través de sus cuerpos.

Se vieron una última vez a los ojos y sus máquinas a su vez respondieron, solo que su brillo se había apagado; también el de ellos. Sumidos en su cueva se retiraron los lentes que ampliaban su realidad. Solos, postrados y ulcerosos a sus veinte años no les queda más remedio que ver el techo asfixiante de su corta vida, en la que fueron felices y sin decir nada, pero diciendo todo, se imaginaron reflejados en los ojos del otro.
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