El Mundo Que Enfermó
- Ana Paula Romero Calderón
- 28 abr
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 12 may
Todos los seres humanos nos enfermamos. Tarde o temprano, una pequeña cortada al podar el jardín, un resfriado mal cuidado, o una simple comida en mal estado nos lleva al mismo destino: fiebre, escalofríos y el lento avance de la infección. Las farmacias hace tiempo dejaron de vender soluciones milagrosas; las recetas médicas son recordatorios de una época que nunca existió. Los hospitales, atestados y desbordados, apenas ofrecen consuelo. Cada día, los funerales superan en número a los nacimientos, y las calles se llenan de murmullos apagados: ¿quién será el próximo?
En los libros de historia nos cuentan sobre principios del siglo XX donde los científicos avanzaban a pasos agigantados. Ya se tenía el conocimiento que las enfermedades están sujetas a un conjunto de factores: el ambiente, la vulnerabilidad del huésped y el agente infeccioso, sin importar su tamaño. Los países luchaban para tratar de conseguir una sustancia que nos ayudara a combatir bacterias. “Antibiótico” le llamaron algunos microbiólogos, la idea era: “encontrar criaturas que destruyeran la vida de otras”. El primer antibiótico que encontraron fue la piocianasa proveniente de un bacilo. La encontrábamos en cremas y ungüentos para tratar la sífilis y en pastillas para infecciones pulmonares y estomacales. Pero las personas que recurrieron a ellas comenzaron a morir intoxicadas. Por lo que la cura de la “bala mágica” seguida en pie.
El intento más cercano fue de un científico escocés, ya casi nadie recuerda su nombre, Fleming. Se sabe que a principios de los 20s este descuidado médico había dejado varias cajas Petri contaminadas con Staphylococcus aureus durante sus vacaciones. Al volver varias de estas cajas estaban invadidas por hongos y uno de ellos tenía un comportamiento raro. ¡No dejaba crecer a las bacterias! Fleming estaba intrigado, pero también cansado ya que había llegado en la madrugada a su laboratorio en el hospital St. Mary en Londres. Decidió que lo más sensato era dormir y trabajar al día siguiente para aislar ese maravilloso hongo.

Al día siguiente, el hongo verde con tonos grises y azules que aniquilaba bacterias había desaparecido entre hongos filamentosos que creían en la caja. Fleming estaba destrozado, escribió lo que había visto, el hongo parecía un Penicillium por lo que decidió llamarle a la sustancia que secretaba: Penicilina. Mandó su manuscrito a la revista The British Journal of Experimental Pathology. Pero fue denegado, ya que carecía de pruebas. Fleming se volvió el hazmerreír de la comunidad científica de la época y la Penicilina se convirtió en una leyenda.
Eran tiempos duros. El mundo se preocupaba por la eminente llegada de la Segunda Guerra Mundial y destinó la mayor parte de los fondos a las armas. La investigación microbiana y la búsqueda de antibióticos se dejó de lado y los investigadores que intentaban encontrarla eran tachados de embusteros. Cuando la Segunda Guerra Mundial estalló, los alemanes acusaban a los británicos de tener bajo su poder el arma más poderosa, los antibióticos. Mientras que los estadounidenses acusaban a los alemanes de tener grandes fábricas de antibióticos, dándoles ventajas a sus soldados.
Lo cierto es que los microorganismos no tienen bando, colores o fronteras. Las infecciones llegaron a cada rincón del mundo y en los años que duró esa guerra 15 millones de soldados murieron, algunos por las balas, pero la mayoría por infecciones. Una simple herida o dolor de estómago resultaba en sentencia de muerte. Y no sólo se detuvo ahí. En cuanto a civiles, se estima que 55 millones en todo el mundo fallecieron, la comida hacía daño, el agua estaba envenenada y el aire enfermaba. La era de las bacterias había comenzado.

Los humanos se sentían los amos del mundo. Seres invencibles e imparables. Pero en las siguientes décadas las bacterias se encargaron de recordarnos cuál es nuestro lugar en el ecosistema. Las personas mueren por neumonías, septicemias, fiebres, infecciones de transmisión sexual e incluso caries no tratadas o mal tratadas. Un embarazo es considerado como “estado peligroso” y el 70% resultan mortales. Los médicos y enfermeras luchan contra las implacables bacterias.
Comenzaron también las grandes pandemias bacterianas. Resfriados mortales invadían continentes enteros. Oleada tras oleada, los que no se encontraban en contacto con las bacterias sobrevivían. La esperanza de vida se redujo a 45 años. ¿Este es el humano moderno que tanto presumíamos en la guerra? El progreso tecnológico avanzó, pero siempre bajo la sombra de la fragilidad humana.
Para 2025, el mundo esta dividido entre los que podían pagar tratamientos experimentales con compuestos químicos altamente tóxicos y los que dependían de métodos arcaicos como cataplasmas, hierbas y cuarentenas extremas. Había personas desesperadas que comenzaban a tomar hipoclorito de sodio o a inyectarse solución salina en las venas. Otras comenzaban a crear conspiraciones en contra del orden mundial, donde afirmaban que los grandes mandatarios tenían antibióticos, pero no los compartían.
Los hospitales eran fortalezas protegidas por estrictas barreras sanitarias, y las visitas a los enfermos estaban prohibidas. Las vacas, pollos y cerdos morían en masa, y el costo de la carne y los lácteos sería inalcanzable para la mayoría. Los monocultivos de vegetales también serían arrasados por bacterias fitopatógenas sin control, dejando a las poblaciones al borde de la hambruna.
El transporte global, que alguna vez conectó al mundo, se habría vuelto una pesadilla sanitaria. Viajar a otro país sería jugar con la ruleta rusa bacteriana. Las cuarentenas estrictas estarían presentes en cada puerto y aeropuerto, y los viajeros serían tratados como posibles portadores de enfermedades. Las pandemias serían una constante, con nuevas cepas bacterianas emergiendo cada pocos años, dejando tras de sí un rastro de muerte y desolación.
En este mundo, el miedo es el idioma universal. La humanidad no solo perdió la batalla contra las infecciones, sino que también dejó atrás su confianza en la ciencia, quedando atrapada en un ciclo interminable de enfermedad y muerte. La vida ya no se medía en años, sino en días. Y en ese mundo enfermo, la humanidad comenzó a preguntarse si alguna vez podría haber sido diferente.
Quizás olvidamos nuestra verdadera carrera hacia el progreso, tal vez nos obsesionamos tanto con el dominio de la naturaleza que nunca vimos el equilibrio necesario. Las soluciones no están en la opresión de las fuerzas naturales, sino en vivir en respeto mutuo con ellas. Solo cuando entendemos y respetamos esa vulnerabilidad, es cuando verdaderamente podemos avanzar, no solo como científicos o innovadores, sino como seres humanos conscientes de nuestra interconexión con el resto de la vida. Vivir en armonía con la naturaleza es, al final, el mayor progreso que podemos alcanzar. Y solo en ese equilibrio, tal vez, haya una salida para nuestro mundo enfermo.
Comentarios