La memoria: un puente entre las utopías del ayer y las distopías del mañana.
- Leonel Gutierrez
- 28 abr
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 12 may
La memoria es más que un registro; es un acto profundamente humano, una
construcción que nos conecta con lo que fuimos y, al mismo tiempo, con lo que
podríamos ser. No es solo un archivo en el que acumulamos momentos, sino un
tejido vivo que palpita, que se renueva y se transforma con cada pensamiento, con
cada intento de recordar. Es un reflejo imperfecto: a veces cristalino, a veces
borroso, siempre teñido por las emociones, los anhelos y los miedos que llevamos
dentro. ¿Cómo podría ser de otra manera, si recordar no es un proceso neutro,
sino un acto profundamente subjetivo?
La memoria puede ser un refugio. En ella encontramos los días luminosos, las
risas que se cuelan como rayos de sol por las ventanas de nuestras vidas. Nos
permite regresar, aunque sea por un instante, a esos lugares donde nos sentimos
completos, donde todo parecía tener sentido. Es ahí donde la memoria se
convierte en una utopía personal, un mapa hacia lo que en algún momento
consideramos perfecto. Pero esa perfección no es más que una ilusión, una
construcción idealizada que le quita las aristas al pasado para hacerlo soportable.
Porque si somos honestos, incluso los recuerdos más felices están marcados por
la nostalgia, por ese dolor dulce de saber que lo vivido no puede recuperarse.
Pero la memoria también puede ser un peso insoportable. Es la carga de los días
grises, de los momentos que preferiríamos borrar, de las palabras que nunca
debimos decir o de los silencios que hirieron más que cualquier grito. Es el espejo
que no podemos evitar mirar, aunque lo que veamos ahí nos incomode o nos
duela. En este sentido, la memoria se convierte en una distopía, un paisaje árido
donde enfrentamos las sombras de nuestros errores y los fantasmas de lo que no
fue. Nos recuerda que somos falibles, que somos humanos, y que esa humanidad
implica lidiar con el caos y el desorden que dejamos a nuestro paso.
Entre estos extremos, entre la utopía y la distopía, habitan las ucronías, esos “y si”
que nos mantienen despiertos en las noches más silenciosas. ¿Y si hubiera dicho
lo que sentía? ¿Y si hubiera tomado otro camino? ¿Y si las cosas hubieran sido
distintas? La memoria, cuando se cruza con la imaginación, nos transporta a
mundos alternativos donde nuestras decisiones llevaron a otros destinos. En esos
mundos, todo es posible: la reconciliación que nunca ocurrió, la oportunidad que
dejamos escapar, el abrazo que no dimos. Pero las ucronías también son trampas;
nos atrapan en un ciclo interminable de remordimiento y anhelo, un bucle que nos
aleja del presente y nos encierra en un pasado que no podemos cambiar.
Y, sin embargo, necesitamos la memoria. Es lo que nos ancla, lo que nos da
identidad. Sin ella, seríamos hojas al viento, cuerpos sin historia, pasajeros en un
tren que no sabe a dónde va. La memoria nos construye, pero también nos
deconstruye; nos da las herramientas para entendernos, pero también nos
enfrenta a nuestras contradicciones. Es un recordatorio constante de que somos
seres fragmentados, hechos de piezas que a veces encajan y a veces no.
En el plano colectivo, la memoria toma una dimensión aún más compleja. Es el
relato que una sociedad construye sobre sí misma, el hilo que une generaciones y
que da sentido a nuestra existencia compartida. Pero la memoria colectiva, como
la individual, está llena de omisiones, de silencios deliberados, de verdades a
medias. Es un campo de batalla donde se enfrentan las versiones del pasado,
donde algunos gritan para ser escuchados mientras otros intentan borrar lo que
incomoda. Y en ese enfrentamiento, las utopías y las distopías se entrelazan: las
primeras como sueños de lo que podríamos ser, las segundas como advertencias
de lo que podríamos convertirnos si olvidamos.
La memoria es resistencia. En un mundo que avanza a una velocidad vertiginosa,
recordar es un acto revolucionario. Es negarse a dejar que el tiempo borre lo que
importa, lo que nos define. Es llevar con nosotros las historias de quienes nos
precedieron, de quienes lucharon, amaron y vivieron para que hoy estemos aquí.
Pero también es un acto de creación: cada vez que recordamos, reinventamos el
pasado, lo reinterpretamos a la luz de lo que somos ahora. Porque la memoria no
es estática; cambia con nosotros, se adapta a nuestras necesidades y a nuestros
miedos, a nuestros sueños y a nuestras cicatrices.
Y si la memoria duele, es porque nos importa. Porque en cada recuerdo hay una
verdad que nos toca profundamente, una lección que debemos aprender, una
emoción que nos hace humanos. Recordar es volver a vivir, sí, pero también es
volver a sentir, a cuestionarnos, a enfrentarnos a lo que somos y a lo que
podríamos ser. Es mirar hacia atrás para poder avanzar, para no cometer los
mismos errores, para construir un futuro que honre lo que hemos vivido.
La memoria, es un puente. No es un lugar donde podamos quedarnos para
siempre, pero sí un camino que debemos recorrer una y otra vez. Nos conecta con
nuestras raíces, pero también nos impulsa hacia adelante, hacia esos mundos que
aún no tienen nombre, hacia esas utopías que todavía podemos imaginar. Y
aunque a veces sea doloroso cruzarlo, aunque el vértigo del pasado nos haga
temblar, sabemos que al otro lado de ese puente hay algo que vale la pena: la
posibilidad de reinventarnos, de reconciliarnos con nuestras historias, de vivir con
la certeza de que recordar es, quizás, el acto más humano que existe.
Gutiérrez Gallardo Chrystian Leonel.
Sociólogo. UAM-X
.Chrystian.
ENSAYO ARTURO TOVAR (lleva orden en las imagenes)
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